
¿Cómo es la felicidad que encontraremos en el Cielo?
San Pablo antes de morir vio el Cielo. Lo cuenta él mismo en una de las cartas que escribió:
Conozco a un hombre, un cristiano, que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo, y oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar. (2Cor 12, 2)
Y nos dice que en este mundo no hay palabras para explicarlo, porque es otra dimensión; una dimensión impresionante. El bebé, que está en el seno de su madre, no podría entender qué es una flor, por mucho que se lo explicaran. Tampoco un ciego de nacimiento puede imaginarse los colores, porque no los ha visto nunca. Pues es parecido.
El Cielo es el conjunto de todos los bienes, sin mezcla de mal alguno. Es decir todo lo bueno junto y nada malo.
Ni ojo vio, ni oído oyó, ni hombre alguno pudo imaginar, lo que Dios tiene preparado para los que le aman. (1Cor 2, 9).
Nos habla también san Pablo de nuestro nuevo aspecto, el que tendremos tras la muerte. Nuestro cuerpo, como la camisa de la serpiente, el capullo del gusano de seda o el saco amniótico del bebé, ya no sirve para nada y se queda aquí.
San Pablo nos dice que seremos transformados. Ya estamos acostumbrados a que nuestro cuerpo cambie. Tú, ¿quién eres, el bebé de meses, el niño o niña de siete años, el joven de veinte o el anciano de ochenta? Nuestro cuerpo cambia un poco cada día, pero el “Yo”, el espíritu, permanece. Nuestro cuerpo de carne un día finalmente se convertirá en un cadáver y nuestro Yo será transformado, para poder acceder a esa nueva dimensión que es la Vida eterna. Escuchemos a san Pablo:
Alguno preguntará: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo? ¡Necio! Lo que tú siembras, no es la planta que ha de nacer. Eso mismo pasa con la resurrección de los muertos. Se siembra una cosa débil, y resucita con fuerza. Se siembra un cuerpo animal, y resucita un cuerpo espiritual. Porque esto corruptible ha de vestirse de incorruptibilidad, y esto mortal de inmortalidad. (1Cor 15,35).
Claro, si yo siembro en la tierra huesos de cereza, lo que surge es distinto, nada menos que un gran árbol, un cerezo. San Pablo nos dice que es parecido.
Vale la pena esforzarse por alcanzar esa felicidad del Cielo
Vale la pena esforzarse lo que haga falta para amar a Dios y a los demás y así conseguir esa dimensión de la vida que supera con mucho a lo que ya tenemos y que además no se acabará nunca. Es cierto que aún no lo vemos, pero tampoco los ciegos ven los colores y eso no quiere decir que no sean maravillosos. Tienes que preguntarte: ¿cuál es el centro de mi vida?, ¿a qué concedo más importancia?, ¿me preocupo por alcanzar la Vida eterna o sólo vivo para aquí?
¿Por qué estás luchando en la vida, por tu dinero, por tu carrera, por tu prestigio, por tos placeres, por tus diversiones, por tu belleza…? ¿O estás luchando también por ser agradecido con Dios, y hacer todo el bien que puedas a tu alrededor? ¿Dónde está de verdad tu corazón? ¿Despilfarras todo aquí o te preparas una fortuna para la Vida que viene?
¡Sólo Dios basta! Sólo Él puede llenar del todo tu vida y tu corazón, porque Él es de verdad el Amor. Quien descubre a Dios y le introduce en su vida, encuentra la paz y la alegría en todas las demás cosas y personas. La vida está resuelta; todo lo demás se te dará por añadidura; hay motivos para la alegría. Por eso, no has de temer mirarte a ti mismo como eres, con una vida llena de cosas buenas, pero también de pecados, de suciedad. Porque Dios tiene buenas noticias para los que se saben y se reconocen pecadores pero con deseos de bien, de amor y de belleza.