
Puede que tú no sientas el amor que Dios te tiene. Pero eso no cambia las cosas, porque Él te ama y te ayuda siempre y en cualquier circunstancia. Si no lo sientes, eso sólo significa que tus sentimientos están sintonizados con la frecuencia equivocada. Y quizá tendrás que pedirle a Él, con más insistencia, que te aclare el oído y la vista.
El verdadero amor a Dios se manifiesta en el amor verdadero al otro
¿Qué puedes hacer tú para sentir el amor de Dios en tu vida? Vivir de amor, repartir paz y alegría a tu alrededor; pasar de ti mismo, buscar a los demás y aprender a amarlos a todos, a los que te caen bien y a los que no. Porque el verdadero amor a Dios se manifiesta en el amor verdadero al otro. Y ese amor al otro no es satisfacción personal tuya, sino acoger al otro como te gustaría que te acogieran a ti; pensar y comprender al otro como te gustaría que pensaran y te comprendieran a ti; y sobre todo contarles ese plan maravilloso que tiene Dios sobre nosotros, y hablarles de lo que ha hecho Jesús por ti y por ellos.

Tú puedes hacer poco por evitar el terrorismo o la guerra; eso no está a tu alcance. Pero puedes llenar de serenidad y buen humor el hogar en que vives, preocupándote de todos, ayudándolos, pidiendo perdón por tus fallos y pasando por alto los fallos de los demás. Así sin darte cuenta, un día, te sentirás amado por Dios.
Dios nos ama más que nadie
Dios te ama más que tu madre, más que tu padre, más de lo que cualquier otra persona pueda amarte. Y nunca retirará su amor de tu vida, aunque tú le olvides o te alejes de Él.
Hoy en día, en esta época dramática de la Humanidad, una madre humana, porque es libre, puede ser un monstruo para su propio hijo, matándolo sin compasión en lugar de acogerlo con cariño y alimentarlo. La mayoría de las madres, es verdad que adoran a sus hijos; pero algunas están desnaturalizadas.
¡Pues aunque ella se olvidara, yo nunca me olvidaré de ti! (Is 49,15)
Te cuento otra anécdota:
«Ocurrió en el siglo XIX, en un pueblo de Gran Bretaña donde, después de meses de trabajo, acaban de terminar la construcción de una gran chimenea de una fábrica. El último obrero ha descendido de la cima de la chimenea gracias al enorme andamio de madera. Todos los habitantes del pueblo están allí para celebrarlo y para asistir al derrumbamiento del gran andamio.
Apenas este se ha desplomado entre las risas y los gritos de los asistentes, cuando con estupor ven salir por el agujero de la chimenea a un albañil. ¡Horror!… ¡Cuántos días no harán falta para levantar otra vez el andamio! Y mientras tanto ese muchacho habrá muerto de frío y de hambre.
Su anciana madre, allí presente, se lamenta… pero, de repente, hace una señal a su hijo y le grita:
—¡John, quítate el calcetín!.
Todos comentan que la pobre mujer ha perdido la razón. Pero, ella vuelve a gritar:
—Tira del extremo de la lana y deshaz el calcetín.
Pronto él tiene en sus manos un montón de lana.
—Y ahora —vuelve a decirle su madre—, lánzanos un extremo de la lana y sujeta fuertemente el otro extremo.
Así lo hace John. Desde abajo al extremo de la lana atan un hilo de lino que John hace llegar a sus manos tirando de la lana. Después al lino atan un cordel, al cordel una cuerda y a la cuerda un cable, que John sólo tiene que ajustar fuertemente a la pared y bajar por él entre los “hurras” de todos» [1].
¡Dios siempre tiene una solución para nuestros problemas; la mejor solución, porque nos ama más que nadie! Y poco a poco iremos notando su acción en nuestra vida, poco a poco, saborearemos su amor.
Yo nunca me olvidaré de ti. (Is 49,15)
[1] Trevet, P.: Paraboles d’un curé de campagne, 12. Editions de l’Emmanuel