
¿Le das gracias a Dios?
Tú lo que tienes, tu vida, tu corazón y tus circunstancias, no te lo has dado a ti mismo; es un regalo que, como todo en este mundo, viene de Dios. ¿Cuántas veces le has dado gracias?
Cuando te despiertas cada mañana y compruebas que sigues estando vivo, ¿le das gracias a Dios?, ¿es eso lo primero que haces? ¿O piensas que eso es lo normal y no tienes por qué agradecérselo a nadie?
Eres un desagradecido si no cuentas con Dios en tu vida.
Eso les ocurrió a Adán y Eva
Nos lo cuenta la Biblia; lo puedes leer en el libro del Génesis, capítulos 1 a 3. Nos dice que Dios creó, porque quiso, al ser humano, hombre y mujer, y les dio todo el mundo, todas las plantas y todos los animales, para que vivieran felices.
Dios los amaba y se alegró de ver todo lo bueno que había hecho. Pero tú ya habrás experimentado que el amor pide correspondencia. Por eso Dios quiso saber si el hombre le correspondía y le agradecía sus bienes. Le puso una pequeñísima prueba, y el hombre no la quiso cumplir. ¡Qué desagradecido!
La Biblia nos cuenta un relato simbólico, pero que contiene en sí una gran verdad: el ser humano, desde sus orígenes, es un desagradecido y un pecador. ¡Y ahora seguimos igual!
¿Has visto a algún chiquillo berrear porque su padre no le deja meter los dedos en el enchufe de la luz? El chiquillo no le da gracias por protegerlo, no; todo lo que hace es patalear, gritar y pegarle a su padre, si puede. No piensa que es por su bien, no piensa en todo lo bueno que sus padres hacen por él: lo cuidan, lo alimentan, lo visten, lo distraen, gratis; no piensa que lo quieren. ¡Es un desagradecido exigente! Y, además, tan poco inteligente que cree saber más que su padre. Es pequeño, sí; pero ya demuestra lo que es: un rebelde tonto y egoísta.
La enseñanza que nos da la Biblia con el relato de Adán y Eva, parece clara: el hombre no acepta tener a nadie por encima, el hombre, tan limitado, tan impotente, quiere ser un dios, no quiere que le impongan normas ni para bien ni para mal. El hombre es un ser rebelde, que quiere ser el único autor de su destino. Y de ahí surgen todos sus problemas.
En esto mismo demuestra el hombre que es inteligente, pero poco, muy poco. ¿Cómo puedo pretender alcanzar solo la felicidad, si no soy más que ese chiquillo, si todo lo que tengo me lo han dado, si ni siquiera sé hacia donde voy?
El hombre, la mujer, tú, es un ser pecador, ingrato y desagradecido con Dios, que sólo busca hacernos felices.
Y muchas veces eres desagradecido también con los demás. Tú, no mucho después de nacer, empezaste a pecar. Eras egoísta, te enfadabas con tus padres si no hacían lo que tú querías; tenías envidia de tus hermanos; eras perezoso… Y al crecer, has aumentado más conscientemente tus pecados: tu búsqueda egoísta de tus propios intereses, del placer y de tu conveniencia, a cualquier precio, pasando muchas veces por encima de quien sea y de lo que sea. ¿Crees que exagero?
Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no decimos la verdad. (1Jn 1,8)
Todo pecado es búsqueda del propio interés, del propio placer, de las propias apetencias, despreocupándonos de los demás y de la voluntad de Dios, que es nuestro bien. Pues Dios, en su voluntad, sólo busca que tú seas feliz de verdad. Y tus pecados son la causa de tu propia destrucción. No es Dios quien nos manda el dolor, los sufrimientos, las enfermedades, el envejecimiento y la vida eterna frustrada, el infierno después de la muerte; todo eso nos lo procuraron nuestros primeros padres, con su rebeldía y su desagradecimiento. Y nosotros seguimos sus pasos.
Sin embargo, el hombre fue creado para la felicidad. Pero, como Dios te creo libre, tú puedes escoger tu propio destino y romper, hasta cierto punto, tu relación con Él. Eso es el pecado.
Por eso, el hombre o la mujer pecadores, alejados de Dios, no pueden experimentar su amor ni la felicidad que Él les ha preparado. El hombre está separado de la Vida y sus sentimientos son negativos, sus sentimientos no conectan con la felicidad, son sentimientos de muerte.
Lo que produce la muerte es el pecado. (1Cor 15, 56)
El hombre siente una llamada acuciante a ser, a vivir, a ser feliz; pero su fin inevitable es la insatisfacción, porque es desagradecido con Dios, y se deja llevar de sus propias pasiones. Y el pecado necesita reparación, porque cuando alguien obra mal, no sería justo darle un premio; los premios se le dan al que actúa bien, y al que actúa mal se le castiga. Esa es la justicia que todos entendemos. Por eso nos disgusta que un cruel asesino no sea castigado, o que un inocente se pudra en la cárcel.
Imagen “Gotas de lluvia” de FlickrCC, autor Juan Pablo González